Masculinidad al palo, ciclos interminables de violencia, enfrentamientos entre vecinos, el ámbito rural como marco insoslayable. La ópera prima de Chris Andrews ofrece posibles puntos de comparación con otros largometrajes recientes, comenzando por el thriller campestre del español Rodrigo Sorogoyen As bestas y Los espíritus de la isla, de Martin Mc Donagh, otro film irlandés con viejos amigos enfrentados hasta límites inimaginables. Pero aquí Michael (Christopher Abbott) y Gary (Paul Ready) no son precisamente viejos compinches, y el hecho de que el segundo esté casado con una vieja novia del primero no es un dato menor. Acaba con ellos comienza con un hecho del pasado remoto, un accidente automovilístico absolutamente evitable generado por inflamadas e incontrolables pasiones masculinas. Un incidente trágico que, indirectamente, tendrá fuertes ecos en el presente.
Michael, soltero, vive con su padre anciano (Colm Meaney, uno de esos rostros familiares a fuerza de haberlo visto en infinidad de títulos) y cuida del rebaño de ovejas de la familia. Ese parece ser el principal sostén de los habitantes de la zona –y seguramente lo viene siendo desde hace decenas de generaciones–, por lo que la desaparición de dos carneros, aparentemente muertos sin razón que lo explique, pone al protagonista en alerta. No estaban muertos, tampoco de parranda, pero sí camuflados, un clásico caso de cuatrerismo. Así, la lógica increpación a los vecinos, Gary y su hijo Jack (Barry Keoghan), escala rápidamente y pasa de las palabras a la acción. El comienzo de un círculo de violencia creciente que tiene su primera parada en el mismo camino de tierra que fuera testigo de aquel incidente mortal.